La biblioteca era un refugio. No hay nada más temporal que una ciudad. El ruido y el bullicio de los automóviles, las extrañas caras de personas que nunca volveremos a ver y la luz que se esfuma cuando anochecer.
Pero en el centro de mi ciudad, ahí donde nada parecía quedar del pasado, en aquel edificio antiguo que no se me exigía recordar, no había más que silencio.
El edificio de piedra me resultaba pequeño y las mesas de su interior con los libros dispersos, ya ni si quiera actualizados, empolvadas, leían densidad.
Un público aparentemente sagrado, intentábamos perder lo que quisiéramos entre los estantes de madera oscura. Era un lugar pasajero, y para mis preocupaciones previas, un punto de estudio.