Hay comienzos en la literatura que contienen en pocas palabras todo el conflicto de una obra y su grandeza. Así empieza Los galgos, los galgos: «De mi padre heredé una casa, la mitad de un campo y algo de dinero. Lloré mucho esa muerte, pero no puedo decir que la herencia me tomara de sorpresa. Sentados en la luz del amanecer, hacia el fin del velorio, se me ocurrió decir a mi hermano que le cambiaba mi casa por su parte de campo y, como aceptó en seguida y tuve que firmar una cantidad de papeles, comprendí que había hecho mal negocio».
Son las palabras de Julián, protagonista y narrador de esta novela que bien puede leerse como una historia de amor y desamor, pero que es tantas otras cosas: un ensayo sobre el desgaste al que somete el tiempo nuestras convicciones, un comentario sutil sobre los usos y costumbres de una clase, sobre el peso de esos usos y costumbres sobre ciertas fantasías e insatisfacciones, una representación del campo y del mundo animal y vegetal como no hay otra en la literatura argentina. Publicada por primera vez en 1968, Los galgos, los galgos ganó el Premio Municipal de Literatura y es considerada una obra mayor dentro de la extraordinaria producción de Sara Gallardo. Escrita en estado de gracia, atravesada por un melancólico sentido de la fatalidad, pero embebida de un humor inteligente y fino, esta es una novela que deja una huella indeleble, profunda admiración y eterna pena.
Sobre o autor
Sara Gallardo nació en Buenos Aires en 1931. Nieta del célebre naturalista y ministro argentino Ángel Gallardo, bisnieta de Miguel Cané y tataranieta de Bartolomé Mitre, la amplia biblioteca de su casa familiar le abrió tempranamente las puertas de la literatura. Enero, su primera novela, apareció en 1958 y obtuvo excelente recepción crítica. Le siguieron Pantalones azules (1963) y la extraordinaria Los galgos, los galgos (1968), que la consagró ante el gran público y con la que ganó el Premio Municipal. Además de novelas, escribió literatura para niños y un libro de relatos (El país del humo, 1977). Fue también colaboradora de las revistas Primera Plana y Confirmado, entre otras, así como del diario La Nación. Eisejuaz (1971) la confirmó como una voz sin paralelo, lo que también significó su marginalidad relativa en los relatos canónicos posteriores de la literatura argentina, circunstancia que se ha ido revirtiendo en la última década y media gracias a la reedición de gran parte de su obra. A fines de los años setenta dejó la Argentina y comenzó a trabajar como corresponsal en Europa. Murió en Buenos Aires en 1988.